domingo, 11 de mayo de 2014

grafitti



a mi abuelo Pedro

Esa mañana me iba de mi ciudad y empezaba el viaje de vuelta a Argentina. Me levanté temprano, había dejado preparadas las maletas para casi un año. Dos, demasiado llenas, ahora que lo pienso. En la mano un mapa dibujado por mi madre me explicaba cómo llegar al cementerio: las instrucciones para visitar a mi abuelo. Como todavía no lo había hecho era -casi- como si no hubiera pasado. Yo estaba a miles de kilómetros de distancia cuando enfermó. Una mañana de lluvia en la primavera platense me llamó mi madre desde España para contarme que se había ido. Ángel estaba ahí y me cebaba el mate mientras yo lloraba desde un lejos que de pronto se volvió enorme.
 Quiero despedirme de él antes de irme –le dije a mi madre el día anterior-. No hay gente en los cementerios cuando abren (qué raro que un cementerio se cierre y se abra). Pero en los alrededores un corro de niños se dirige a la escuela. Caminaba sin saber por qué hacía eso: Ir a hablar con él, decirle que me iba. ¿Por qué? Parecía un poco forzado, sentía un ojo externo para el que tenía que actuar. Cuando llegué desapareció el patetismo por un momento y me eché a llorar. Le dije eso: me voy, deséame suerte, sigue cuidándome. Estuve un rato corto, no hay mucho más que hacer en estas situaciones. Me despedí y me fui pensando en la muerte, en la suya, en su vida y en toda la luz que era. Me pregunté si asusta; le pregunté. Seguí caminando y sentí que alguien decía: No da miedo morir, Julia, lo que da miedo es no haber vivido. Respiré hondo el aire fresco de la mañana. Él me seguía cuidando.